
No mueren los pájaros del monte
Texto: Javier Ortiz Cassiani
El nombre de Soplaviento, que por fortuna se escapó a la tradición toponímica judeocristiana, parece un invento de Don Quijote de la Mancha en sus aventuras de hidalguía errante. La diferencia es que aquí, en estas tierras al norte del departamento de Bolívar, donde alguna vez las locomotoras rezongonas del ferrocarril Cartagena-Calamar atemperaron la sed de sus calderas, el ingenioso hidalgo se llamaba Catalino Parra. Era pescador y trovador. No luchó contra los vientos que soplaban en su pueblo natal. Los domesticó en su cabeza, con sus manos y en su garganta, y fundó melodías naturales para que luego los estudiosos y los hacedores de nación hablaran, trascendentes, de identidad y de patrimonio nacional.
La semana pasada, a los 95 años de edad, murió el ingenioso hidalgo de Soplaviento. Setenta años atrás, los hermanos Zapata Olivella –Delia y Manuel– habían llegado a esta región atravesada por el canal del Dique, con sus bancos de tarulla flotantes en las que se asoleaban babillas somnolientas, para encontrarse con la gracia de Catalino Parra. Más atrás, cuando todavía era un niño, a Catalino lo sedujo la gracia de unos músicos de Repelón (Atlántico) que mantenían a Soplaviento en vilo. Al filo de la madrugada, cuando su padre tomaba la canoa para irse a pescar en las compuertas de San Cristobal, Catalino aprovechaba para levantarse de su catre y salir a las calles polvorientas de su pueblo, a perseguir la cumbia, el son de negro, la chalupa, el bullerengue y el mapalé. De modo que cuando los Zapata Olivella –en su cruzada nacional de reclutamiento de talentos cimarrones– se sentaron en su patio, hacía rato los sones dominaban su alma: con otros músicos, tan montunos y virtuosos como él, armaron una de las agrupaciones más celebradas en la historia de la música colombiana: Los Gaiteros de San Jacinto. De inmediato se fueron de gira por Colombia, y luego le darían la vuelta al mundo con sus cantos de monte, sus abarcas tres puntá y sus pañuelos rabo e gallo anudados en el cuello. En la voz clara y seca de Catalino Parra, como el sonido de un perrero sacudido al aire en el silencio rural de las cinco y cuarenta y cinco de la tarde, nos acostumbramos a escuchar canciones como Josefa Matía, Manuelito Barrios, El Morrocoyo, Animalito del monte, Aguacero de mayo… Su muerte, nos ha hecho conscientes, otra vez, de la rica enciclopedia musical popular con la que crecimos; del pájaro que siempre cantó altanero en nuestro solar.
Hay hombres que desde temprano inventan los cantos que arrullarán su sepelio. Es sucedió con Catalino Parra. Pero la gracia es que no son cantos de muerte, son la confirmación de la vida labrados con la poética cerrera de los genios populares. El domingo pasado en Soplaviento, la gente se echó el féretro al hombro y lo hamaqueó hasta que quiso, lo paseo por las calles del pueblo y depositó su cuerpo en el cementerio con la voz ronca de tanto repetir este estribillo: De los pájaros del monte/Josefa Matía/Yo quisiera ser el toche/Josefa Matía/Para conversar contigo/Josefa Matía/En los claros de la noche…
Catalino Parra seguirá cantando, porque era todos los pájaros, juntos. No mueren los pájaros del monte.